martes, 7 de diciembre de 2010

Comunicación con el doctor Pilo

- Buenas tardes
- Buenos días
- Me pidió Juan Pablo Zárate que lo llamara acá. Soy el doctor Pilo.
- Ya va.
- …
- Hola, doctor, gracias por llamar.
- Buenas tardes.
- Dígame, ante todo, ¿de dónde es su apellido?
- Danés.
- Ah… De eso tiene que haber en el expediente. Y cuénteme.
- Si.
- Diga.
- Al fin me va a atender, carajo.
- Bueno con ese ímpetu, doctor.
- Es por mi sangre cosaca.
- Veo
- Ay, ay…
- ¿Qué?
- Es que los que apuntamos a la perfección, cada humano error nos perturba demasiado.
- Ah…
- Ay, ay…
- ¿Eso?
- Si.
- No se aflija. No soy hombre susceptible.
- ¿Qué tiene que ver?
- Queda olvidado el asunto.
- Nunca lo supo, hombre.
- ¿Cómo?
- Le mando un aplauso muy grande.
En auto

Supongamos que estoy volviendo a casa en auto por la avenida Rivadavia, aturdido por las tramas cansadoras de las horas precedentes, pero excitado por las concreciones de la vida práctica, veo en una esquina en la que frené porque el semáforo está en rojo, a un taxista cabeceando semidormido completamente exhausto y a una rubia en el asiento de atrás que le habla a la nuca desnuda y mientras pongo primera porque mi visión periférica percibió el amarillo en el semáforo, veo que el taxista abre los ojos como un espasmo, asiente con la cabeza, pronuncia un par de sílabas y arranca al igual que yo, que debo dejar de atender la escena puesto que las urgencias del tránsito convocan mi mirada sin embargo no dejo de imaginar al taxi, destruido de múltiples maneras, con la rubia prosiguiendo su monólogo en la agonía y el taxista cuyo estertor se confunde con un ronquido.
Supongamos que ya en el barrio, elijo doblar por un pasaje que conozco bien pero hace mucho tiempo que no transito, trato de despejar mis nervios del sopor de las avenidas y los otros autos, sin embargo distingo a media cuadra, a un auto entrando en la cochera de una casa que deja atrás a un gato retorciéndose en un dolor fatal, paso a su lado, miro hacia adelante y decido dar la vuelta manzana para cerciorarme si ya murió, aunque no sé si tendría el coraje de ultimarlo si es que siguiera sufriendo, de todos modos al acercarme reflexionando esto último, encuentro al gato haciendo lo que seguramente hacía cuando lo vi por primera vez: juega panza arriba con una ramita de fresno.
Fotos

Lucio fue a la compu. Carla se había ido y no había nadie en el departamento. Johnny, el hermano de Carla iba a traerle los cheques, pero no llegaría sino en un par de horas. Claro, no, no estaba solo. Laucha, la gata tricolor de Carla, vino a maullarle comida. Él se levantó y fue a la cocina y le dio una cucharada de Whiskas. Volvió a la compu y entró a la página de Agustina. Lo hacía cada tanto, como reviviendo un tiempo del que nunca había podido desligarse del todo. Por eso la tenía en sus contactos. Ya no la quería ni tenía intenciones de volver a verla. No tenía demasiado claro qué lo llevaba a entrar. No quería.
Sonó el timbre. Ya Johnny...
Minimizó la página y le abrió desde el portero. Casi un minuto más tarde (Lucio tenía calculadísimo el trayecto) Johnny tocó el timbre del departamento. Lucio lo recibió con una camiseta que le había prestado el sábado anterior cuando jugaron al fútbol, y con un libro que hacía años le había dado a Carla y que ella jamás leyó. Mientras Lucio pergeñaba el modo de quitarse de encima a Johnny, éste le decía que estaba apurado, que en otro momento hablarían. Lucio sin embargo no sintió el alivio que había imaginado. Guardó los cheques y volvió a la compu. Su pensamiento recorría las habituales impugnaciones a las redes sociales y al término en sí, cuando unas fotos de Agustina perforaron su atención.
Era él, era ella, había un río, un lugar que él jamás había visto. Ellos besándose. Ellos abrazándose. Ella con un color de pelo que Lucio no conocía. Debajo decía “Lu y yo” o “Lu y yo en el río, cierta tarde”. También había otras de ellos en una casa, con un perro, festejando el cumpleaños de un tal Lolo.
Entonces Lucio, que estudiaba Letras, se dio cuenta de que estaba en un relato fantástico y se fue a hacer otra cosa porque prefería la literatura realista.
Billy

- Sí lo lograrás.
- No lo lograré.
- Vamos, Billy. Recuerda las enseñanzas.
- Es muy difícil, ¿sabes?
- Vamos, Billy. Eres nuestra gran esperanza. Sabes que lo eres.
- No lo lograré.
- Sí lo lograrás.
- No lo lograré.
- Vamos, Billy. Inténtalo con todas tus fuerzas.
- Eso intento.
- Vamos, Billy. Sé que eres capaz.
- Eso intento.
- Tu puedes, Billy.
- No lo lograré.
- Sí lo lograrás.
- No lo lograré.
- Vamos, Billy. No puedes defraudarnos.
- No lo lograré. No lo lograré.
- Vamos, Billy.
- Lo estoy logrando. Creo que lo estoy logrando.
- Eso es, Billy. Eso es.
- Creo que lo estoy logrando. Creo que si.
- Vamos, Billy. Vamos, Billy.
- Lo logré. Lo logré.
- Sabía que lo lograrías, Billy. Siempre lo supe.
- Lo logré.
Milanesas con tuco

El señor Trompadepaloma se deleita en comer milanesas. Las come con aplomo pero también con fruición. Se las ingenia para tenerlas en su dieta varias veces por semana. Frecuentemente la ansiedad le crece cuando se acerca la hora de comer porque quiere saber si en esa ocasión habrá milanesas.
Sólo hay otra ingesta que puede competir en su predilección. Y no es un plato sino una salsa: el tuco.
Un día se le ocurrió al señor Trompadepaloma que nada sería tan delicioso como combinarlas. Se reprochó haber tardado años en dar con la idea. Se propuso realizarla él mismo, para asegurarse de cumplir con las disposiciones de su gusto.
Ya al contemplar el plato se dio cuenta de que algo andaba mal. Aun olfateándolo no logró encontrar algo en él que lo atrajese. Tal vez probándolo…
Tampoco. Desalentado, pero conteniendo su desesperanza fue y le pidió a quien solía cocinarle, que le preparara esa comida. Pidió también que, en vez de fritas, las milanesas fuesen al horno. La degustación fue un fracaso. Siguió sin provocarle el mínimo agrado.
Después del asco y la sorpresa, el señor Trompadepaloma quedó impávido. Se sumergió en pensamientos confusos y se autocompadecía por la feroz experiencia que estaba atravesando.
Problemas que me trajo mi pene de 32 centímetros

Las nubes de la mañana abarrotada de frío me predisponían a una vitalidad excesiva, por considerarla original. Saqué el turrón del bolsillo de la campera y le hinqué el diente imaginándome que era de madera. Me acordé parcialmente del sueño que esa madrugada había tenido. Yo nadaba en aceite violeta y me reía emocionado. También estaba Hitler muerto, flotando y esa vecina que no sé el nombre le acariciaba la ingle y me miraba. Después todos entrábamos en un bosque llevados por la corriente y ya era un castillo y había una fiesta pero ya eso no me acuerdo.
Apenas llegué a la estación oí el silbato del tren. Muchos se tocaban las mejillas con sus guantes de lana. Habían los que sentían los ojos llorosos y los que se encantaban haciendo vapor con el suspiro. Todos habían notado mi presencia, aunque nadie me señaló. Ansié la llegada del tren para mezclarme entre los demás pasajeros que no iban a tener un contacto conmigo que les permitiera identificarme tan claramente. Sin embargo antes de que el tren se detuviera ya vi como las ventanillas se llenaban de rostros que me miraban y falanges que, ahora sí, me señalaban. Gente de otras estaciones que podían ahorrar discreción. Al subir era claro que la mayoría del vagón estaba enterada acerca de mi y los que no, no tardaron en murmurar la consulta a ocasionales vecinos. La calefacción humana reconfortaba a los recién subidos. Ninguno de los que iban sentados dormía. Apoyé el hombro en la puerta e intenté mirar hacia afuera, pero las miradas de los otros pasajeros y el murmullo uniforme, monotemático, me arrastraba a una demanda muda, inflexible, blandamente morbosa.
Llegando a la siguiente estación me bajé los pantalones y cerré los ojos. Disfruté no del silencio que no hubo, sino de que callaran. Cuando el tren se detuvo, me subí los pantalones y bajé, el único del vagón, y caminé primero el andén, luego las calles de ese barrio que casi no conocía. Saturé de recuerdos la caminata. Traté de no pensar en una puntualidad que sólo a mi me importaba. Me acordé qué pasaba en la fiesta del sueño de esa madrugada. Decidí que no concedería más reportajes.
El señor Ávalos

En la entrada del edificio, nos los presentaron. Su cara parecía estar derritiéndose. Nos dijo su nombre, V., que nos pareció una afrenta a nuestra situación.
Entramos al edificio y cada uno fue hacia su cubículo. Con una mueca cuya imagen puedo representarme mentalmente pero no puedo describir, le dije: ¿No cree que el dueño tendría que mostrarle su departamento?
Recordar la lluvia

El señor Sergio, que es empleado de comercio, encontró un mecanismo para recordar la lluvia en los largos meses de sequía. Él toma una hoja en blanco en una mano y en la otra, un paquete abierto de sal gruesa. Cierra los ojos y vierte los granos en la hoja, apelando a su sentido auditivo para aplacar su nostalgia.
Hasta ahí, bien. Ahora, varios testigos de la hazaña han aludido a un comportamiento subsiguiente por demás anómalo. Pudorosamente, lo referiremos.
Una vez vaciado el paquete, el señor Sergio lo arroja, lo deja caer al piso. Sin abrir los ojos, procede a lamer la hoja y suspira como si estuviera recordando el mar.
No nos parece adecuada tal actitud en un miembro.
a F.D.
Dos noches

Había sido una hermosa noche estrellada. El viaje en el autobús le hubiera regalado bellos paisajes de un atardecer de fuego y silencios. Él había cerrado los ojos. Sólo quería largarse de la ciudad. La espalda tensa y algo encorvada le trabajaba su incomodidad pero también era un arco de impulso a la huída.
Sin levantar mucho la mirada, fue directo desde la terminal a cierto sector a buscar a un familiar lejano. Miraba las calles de tierra y su atención estaba en esquivar charcos y zanjones. No vio la montaña ni la panorámica del lago. Recordó que en el viaje había concluido que sería bueno pasar por un burdel lo antes posible. Debería consultar al primo por uno. También iba a pedirle el contacto para procurarse un arma (no iba a decirle porqué tuvo que deshacerse de la que tenía).
El primo le indicó el camino al burdel y le dio las señas del tipo con el que tendría que negociar el arma. Vaciló un instante y decidió que iría primero a buscarlo. Le nombró al primo y la transacción se hizo ágil y presurosa. Consiguió un revólver mucho mejor que el anterior, que era un caño improvisado que no valía nada y hasta obtuvo un plazo para pagarlo.
En el burdel eligió a la mujer y ésta lo condujo a un apartado, todo mediante una serie de señas que rápidamente intercambiaron. Le pagó a uno antes. El escándalo de la música no amainó en la nueva habitación.
Allí jadeó encorvado. Vertido, se depositó. Se fue y ninguno de los dos había hablado.
Volvió a no ver las estrellas que esta vez, además, se reflejaban en el lago nocturno. Trepaba la casi imperceptible colina sintiendo los primeros calambres.
Cuando llegó a la casa el primo le habló de un trabajo que harían al día siguiente, junto a otros dos. Se reconfortó en que el primo no preguntaba y le daba soluciones.
Ya acostado se dio cuenta de su cansancio. Le dolía las piernas, le pesaba los ojos, se acordó de pronto del tipo. Era alto y flaco, y le había oído decir unas palabras en un acento extranjero antes de pegarle el tiro. Recordó su escabullida, esa larga mezcla de azar y audacia. El cansancio lo doblegó y se durmió como si le hubiera estallado un disparo en la cara.
Hacia la narrativa del sol rojo

Estaba un poco mareado. Soportaba sin quejarse las incomodidades que le generaba su incapacidad para mantener relaciones sociales por un mero interés instrumental que consideraba mezquindad. El aislamiento, el traslado a alguna frontera de baja densidad de población, la cínica soledad indiferente, eran deslumbrantes y juveniles puertas que él no cruzaría.
Se obstinaba en investigaciones, como aquella acerca del sonido del plástico y el efecto de sus vibraciones en ciertas funciones humanas. Tenía los ojos llorosos de cansancio y de tristeza. Podría quedarse en la YPF de Libertador y Melo toda la tarde escribiendo lo que estallaba a su alrededor a cada instante. (Los demás que toman algo o están en las PCs, la música horrible, los vidrios por todos lados). O podría caminar un par de cientos de metros y tirarse en el pasto y ver el río. Pero salía a recolectar ciertos espasmos de vida en cualquier lugar. Así terminaba o se reposaba en calles de tierra al atardecer, en el cerro montevideano, en el medio de un monte a las afueras de Nono o de Reta, en el medio de un puente en Firenze, en primera Junta. Sin plata o sin agua o sin ácido.
Le dolía un poco la cabeza, extrañaba Puerto Pirámides y el río Uruguay. Extrañaba un lugar que queda a diez cuadras de donde duerme cada madrugada (o la mayoría). El deseo de materialidad en sus acciones se entumecía. Sólo trasladarse lo lanzaba a la busca de nuevos pensamientos. Como si los pensamientos se escurrieran por la ciudad. Como si la ciudad fuera un escenario de los sueños.
José

José salió de la carpa para mear. La noche en el cerro era nítida, despejada. Las estrellas brillaban furiosamente y se dejaban ver como jamás en la ciudad. Pero José no miró las estrellas. Se estaba meando y sólo buscó un lugar apartado de la carpa para evacuar tranquilo, porque era pudoroso. Detrás de una roca sintió alivio y un viento frío que le puso la piel de gallina. Cuando terminó y estaba a punto de volver a la carpa, oyó que un chorro se precipitaba en la tierra. Era como un eco retardado. Quiso pensar que el Chango había tenido su misma necesidad. Trató de derivar su imaginación hacia algún comentario para decirle al encontrarse (“qué necesidad de acampar en el cerro con una habitación en el hotel en la ciudad”- o algo así), pero no podía ocultarse la convicción de que el Chango estaba, como siempre, roncando profundamente. Ya no pudo contener los nervios.
Caminó pocos pasos y detrás de un recodo vio como se extinguía el chorro verde fluorescente. El extraterrestre se quedó mirándolo. José tosió y corrió hasta la carpa. Pasó revista: el Chango, la cámara, el micrófono, el extraterrestre a menos de veinte metros…. Llegó a la carpa y, en efecto, el Chango roncaba fervorosamente. José buscó el atado de Le Mans y volvió a la roca. Encendió el cigarrillo y fue a verlo. Estaba en el mismo lugar de antes, sólo que ahora lo miraba de frente. Era nomás verde, cabezón y con muchas otras características que acoplan con lo que tantos esperan en un extraterrestre. José se acercó y le ofreció un cigarrillo. El otro lo rechazó con un leve gesto.
Fue entonces que el extraterrestre le habló. Le dijo que no intentara entender cómo se estaban comunicando. La telepatía era una forma que alguien como José podía imaginar, pero no era ni siquiera parecido. No había sonido ni había idioma. Era –dijo el extraterrestre- un modo que aseguraba la expresión sincera. A José se le ocurrió que esa última afirmación, podía ser falsa, entonces dicho modo de comunicación no aseguraba nada. Esto le sonó tan poco convincente como lógico suena. (En verdad, no le sonó). No tenía dudas de que lo que le decía el extraterrestre era cierto.
Charlaron un rato mientras fumaba en silencio otro cigarrillo. No podemos saber que se dijeron. Quizás de la forma en que hablaba el extraterrestre se puedan decir cosas que nosotros no podemos decir. Quizás le haya dicho algunas de esas cosas. No podemos saberlo.
Si sabemos que al despedirse se dieron la mano y José se sorprendió al sentirla.
En la carpa, mientras trataba de conciliar el sueño entre los ronquidos imperturbables del Chango, José pergeñaba los engaños que al día siguiente iba a grabar para Nuevediario.